Vulvanerabilidad: Mi proceso al compartir y construir intimidad con otra mujer


Recuerdo en la piel el miedo, espanto y terror al solo imaginar, luego verbalizar y finalmente habitar la palabra "LESBIANA". 

Tenía 22 años cuando contemplé por primera vez mi cuerpo desnudo frente al espejo y el significado que construí de mi propio reflejo y silueta. Un ejercicio incómodo y revelador que vino a marcar mi autopercepción sin retorno. Me pregunté: 

¿Cómo era posible que un cuerpo desnudo, tan natural, humano y sencillo tuviera tantos significados y lecturas, que de alguna manera estos afianzaban mi identidad, mi idea de mí misma, mi anhelo de seguir viva y orientaban mi destino?

Tuve una ruptura importante en la reinterpretación que tuve de mi propio cuerpo, aquello que concebí durante toda mi vida como parte natural de mi identidad, no era más que parte de un disfraz-mandato heterosexual en el que creí ciegamente; mi ropa, mi cabello, mi peinado, mis zapatos, mis accesorios, la forma de mi rostro, los pelos que decido quitar y conservar de mi rostro, todo responde a la misma lógica de la estética heterosexual en la que crecí y tuve fe.

De a poco y con mucho dolor me permití despojar y liberar a mi cuerpo del disfraz de la feminidad que refería al deseo de ser gustada y validada por la sociedad, pero en específico por un hombre. Qué fuerte fue reconocer que una parte tan propia e íntima como el propio cuerpo estaba representando a la heterosexualidad y a mi anhelo de ser amada y deseada. No quise más que mi cuerpo existiera a expensas de alguien más, para satisfacer la mirada de otras personas. Nunca más, mi cuerpa existe por sí misma y para sí misma. Lloré mucho al sentirme totalmente ajena a mí, al desconocer mi propio cuerpo, y solo así pude imaginarme diferente, imaginarme libre, imaginarme alguien más.

Para mí, ser lesbiana significa entenderme y presentarme al mundo de una manera libre, transgresora y auténtica, desde la libertad de ser yo con todas mis contradicciones, complejidades y fuerzas. Ser lesbiana significa una apuesta permanente por cultivar mi libertad y la de otras mujeres. Ser lesbiana significa amar las mujeres; mi mamá, mi abuela, mi novia, mi hermana, mis amigas, mis primas, porque partimos de la afinidad de nuestro estar en el mundo patriarcal que nos despoja de nosotras mismas.

Como dice Tatiana de la Tierra: "Todas las lesbianas están hechas de mujeres que regresan a sí mismas". Y así fui yo, conforme conocí, reconocí y me expliqué a mí misma, con toda la paciencia del mundo, mi historia de vida me presenté a mí lesbiana.

Durante dos años tuve que transitar ese proceso fuerte de cuestionar mi autorreconocimiento y trabajar en ello, me sentí como en la segunda pubertad al intentar reconstruir mi identidad, muy difícil verdaderamente. Dos años tuvieron que pasar para que yo pudiera posicionarme abiertamente con todos los riesgos que ello implica, el culmen de la disidencia fue nombrarme lesbiana. Por si no fuera suficientemente controversial reivindicar todas las categorías y luchas sociales que defiendo ahora se suma la lucha más importante, desbloquear el miedo de amar a otra mujer. 

Qué terror y espanto me produce saber que reconocerme mujer y lesbiana implica inevitablemente estar sujeta a vivir múltiples violencias, discriminación, rechazo social- familiar, castigo religioso e incluso autodesprecio porque parece ser imposible y antinatural que las mujeres nos amemos de todas las maneras posibles, algo que la sociedad condena porque supuestamente dios reprueba la existencia lésbica.

Frente a tal hostil paradigma ¿Quién va a querer enunciarse lesbiana y vivir publica y abiertamente su sexualidad con el riesgo siempre presente de ser violentada, marginada, silenciada? Esa lógica de llevar exclusivamente a la esfera de lo privado la sexualidad, de ser discretas, de pensar que la lesbiandad es solo una parte de nuestra vida, pero no puede definirnos no ha podido hacerle frente y combatir el estatus de marginación con el que se concibe a la existencia lésbica. De ahí la importancia de la extrema visibilidad en un mundo que oculta y censura nuestro placer y nuestra libertad. Que se sepa, que se escuche bien y claro que el amor entre mujeres, ya no es más un secreto.

Nadie en este mundo debería sentir miedo por compartir quien es.

Yo entendía muchas teorías feministas y hasta estaba de acuerdo con la agenda lesbofeminista. Empecé a asistir a reuniones de lesbianas para perder el miedo de a poco, para escuchar a otras mujeres y sus testimonios e historias tan valiosas y conmovedoras, pero sin tener interés en relacionarme de manera romántica con otra mujer, sin siquiera poder reconocer el deseo o admiración que sentía por tantas de ellas.

Me preguntaron por la primera mujer de la que me enamoré y me quedé helada y pasmada, no supe qué responder, le rasqué y vi que nunca me había dado esa oportunidad. A lo mucho podía sentir una admiración profunda por muchas mujeres porque la admiración es el sentimiento más socialmente aceptado, pero el enamoramiento, ¿cómo? En cambio voltée a ver mi infancia y pubertad y siempre fui muy enamoradiza, cualquier niño que se me parara en frente yo sentía el deseo de ser gustada por él jaja chale, casi como un mecanismo en automático. Alto, hay que cuestionar cómo se ha ido configurando el deseo.

Decido enfrentar al miedo de cara y decirle que he aprendido a transicionar los estadios que me incomodan y sabotean orillándome a la parálisis, la inmovilidad y el silencio, ya no más, nunca más. Renuncio a ello. Esta vez el miedo me conduce a un lugar diferente, el miedo me lleva al abismo de la inmensidad de ser vulnerable y transparente. Ser una misma. El miedo  me lleva a alzar la voz, a crear, construir, amar y estar dispuesta a todo lo que ello implica.

Decidí asumir cualquier riesgo, que son tantos, al iniciar una relación sentimental y afectiva con mi primer novia, mi florecita la más rebelde, tierna, amorosa y rabiosa de asfalto. Una mujer igual de fuerte, miedosa y por ende valiente, granDiosa. Al conocerla fui tan sincera, audaz y valiente como pude, y por supuesto que eso fue suficiente para rendirnos al enamoramiento, descolocarnos, salir de una misma, para conocer la intimidad de la otra. Juntas nos derretimos de cariño por la otra. La intensidad del fuego fue la definición de nuestra primer experiencia lésbica. El fuego que todo lo quema, incendia y también transforma.

Partí de cero, de la nada, sin referencia lésbica corporal alguna, he caminado con miedo pero la confianza en mí misma, después en ella y al último en las dos ha sido el motor para seguir construyendo intimidad. Una vez que tomé el coraje de voltear a ver a todas las mujeres con ojos nuevos, esas mujeres que pudiendo amarse entre sí, decidimos odiarnos y competir porque crecimos con la semilla de la enemistad. No hubo punto de retorno, no lo hay, ni lo habrá. Ahora me permito aprender a amar y dejarme conocer amable, me permito sorprender por los enigmas ocultos del ser mirada, contemplada, valorada y amada por otra mujer.







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